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¡CRISTO VENCIÓ A LA MUERTE!

lunes, 14 de julio de 2008

Por Patricia Adrianzén de Vergara

“¿Dónde está muerte tu aguijón, dónde sepulcro tu victoria?” 1 Corintios 15:55

Hoy abrí el correo electrónico y leí estas palabras:

“El día de ayer a las 10:30 p.m, el Señor decidió llevarse a su presencia a mi mamá Mónica, quien después de tener un cáncer que nadie conocía, ni ella misma durante un año; partió sin sufrir ningún dolor, mostrando Dios así su amor hacia ella y hacia nosotros”.

Siempre que recibimos la noticia que alguien muere se produce un impacto en nuestra alma. Más aún si esa persona es un ser querido alguien a quien conocimos y admiramos. Leer la nota de la muerte de esta mujer, impactó también mi corazón, ella se dedicó en esta vida a servir al Rey de reyes, quien se la llevó finalmente de una manera dulce y tierna como cuentan sus familiares.

Hablar de la muerte nunca será fácil, pues nadie está preparado para morir.

Aunque es nuestro destino, pero no el fin. Como evidencian las palabras y la paz de las personas que escribieron esta nota porque tienen la certeza de la vida eterna.

Hace poco terminé de leer la novela del escritor portugués José Saramago “Las intermitencias de la muerte”. En su ficción el autor imagina un país donde inesperadamente la muerte suspende su trabajo y la gente deja de morir. ¿Se imagina usted como reaccionaría la gente frente a la perspectiva de una vejez eterna? Pues bien este hecho en la novela primero desata una euforia colectiva, pero luego el caos y la desesperación. Ya que los hospitales con los enfermos terminales, que no morirán colapsan, igual que los asilos de ancianos y varias empresas empiezan a quebrar como las funerarias y las compañías de seguros. Se buscarán entonces formas desesperadas de cruzar la frontera para que los que tengan que morir finalmente mueran. Durante siete meses, que duró la tregua de la muerte se fueron acumulando 62,580 moribundos en ese país. Hasta que la muerte decide retornar y cambiar su táctica, ya no dejar de matar, sino enviar una semana antes una nota escrita de su puño y letra anunciando a la persona su muerte irreversible para que tenga tiempo de arreglar sus asuntos.

Saramago nos entrega nuevamente una novela bien escrita, amena, entretenida con profundas interrogantes filosóficas, pero desde la perspectiva de su ateísmo, donde Dios sigue siendo el gran ausente o el gran indiferente y dónde lamentablemente no hay una respuesta para la humanidad. Haciendo referencia al mismo pasaje bíblico con el que iniciamos el artículo él escribe:

Muerte, dónde está tu victoria, sabiendo no obstante que no recibirá respuesta, porque la muerte nunca responde, y no es porque no quiera, es sólo porque no sabe lo que ha de decir delante del mayor dolor humano”. [1]

Saramago se queda contemplando el dolor de la humanidad y no halla respuesta porque Dios y su palabra no están siendo considerados. Saramago ignora que el apóstol Pablo con esta expresión exaltaba el triunfo de la resurrección de Cristo, mofándose de la muerte, pues Jesús había conquistado para nosotros la vida eterna. Es como dijera: “Hasta ahora hemos sido tus prisioneros, pero ahora se han abierto de par en par las puertas de la cárcel y hemos quedado libres; se acabó tu dominio, se acabaron tus victorias”. [2] Y ésa es la mayor respuesta para la humanidad. Que Cristo venció a la muerte, que podemos tener victoria sobre el aguijón del pecado y que morir para nosotros será ahora pasar a los brazos del Señor.

Leer el evangelio de Juan desde la perspectiva del cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1:29), del amigo que pone su vida por los que ama (Jn 15:13), del buen pastor que entrega voluntariamente su vida por las ovejas “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida para volverla a tomar, Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar” (Jn 10:17-18), del Maestro que consuela a sus discípulos antes de partir y les promete una morada junto a él en los cielos (Jn 14:2) y del que finalmente se proclama como “la resurrección y la vida” (Jn 11:25-26) constituye la mejor respuesta a cualquier interrogante acerca de la muerte.

Jesús fue el único ser humano que caminó voluntariamente y concientemente hacia la muerte (Hch 8:32; Is 53:7-11) sabiendo que con su resurrección conquistaría para nosotros la vida eterna. Te animo, querido lector a revisar los pasajes que hemos citado en el párrafo anterior y a leer nuevamente el evangelio de Juan desde esta perspectiva. Y que luego puedas proclamar con tus labios que ¡Cristo venció a la muerte!


[1] José Saramago. Las intermitencias de la muerte. Pg 165.

[2] Comentario bíblico de Matthew Henry . pg 1633.

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¿Es el individualismo una ceguera colectiva?

lunes, 19 de noviembre de 2007

¿Se imagina usted cómo sería su vida si repentinamente quedara ciego? ¿Quién le tendería la mano? ¿Quién lo ayudaría a satisfacer sus necesidades primordiales? Y si fuera su vecino quien quedara ciego, ¿qué haría usted por él?

La ceguera se define como la pérdida total de la vista, la imposibilidad de ver. Una limitación física que influye profundamente en el desarrollo personal del individuo, que muchas veces impulsa a la persona al aislamiento. Pero generalmente son los que lo rodean quienes aíslan al invidente con la indiferencia o falta de solidaridad.

El individualismo se define como el aislamiento y egoísmo de cada cual en sus intereses. Una especie de ceguera hacia las necesidades de los demás. Hoy en día el individualismo crece como un contagio, se ha levantado una ola de egoísmo narcisista que exacerba el culto al ego y a la realización personal. Se da prioridad absoluta a lo propio inmediato y cotidiano.

“Ensayo sobre la ceguera” es un libro de José Saramago publicado en 1995 que narra una serie de hechos ocurridos a partir de un fenómeno inusual: la ceguera de toda una ciudad, tal vez un país (ya que el autor no delimita las fronteras territoriales) pero sí describe el accionar del gobierno frente a una especie de ceguera blanca que empieza en un hombre y corre como una epidemia hasta dejar ciega a toda la población. La novela narra las limitaciones y los sentimientos de impotencia y miedo de los primeros ciegos, las relaciones de poder que se van conformando, las injusticias, el maltratado, el abuso contra la dignidad humana hasta sacar a relucir las peores conductas y sentimientos que pueden aflorar en una situación de emergencia como la que su ficción crea.

“Ensayo sobre la ceguera” termina siendo sin proponérselo un reflejo del corazón humano. Al principio se intenta aislar a los primeros ciegos, pero el temor del contagio hace que algunos de ellos sean eliminados. Al ir quedando ciega paulatinamente toda la población, las empresas quedan sin empleados y los servicios básicos de agua y luz también son suspendidos. Muy pronto la vida se convierte en una lucha individualista desesperada por la supervivencia y el mundo en un escenario putrefacto y maloliente pues los ciegos deambulan por las calles y hacen sus necesidades fisiológicas en cualquier lugar. Los supermercados son saqueados, las casas habitadas por la fuerza por transeúntes ciegos de turno, cada uno tiene que ver por su vida y supervivencia. A excepción de una sola mujer, esposa de un oftalmólogo, que no pierde la vista y ayuda a sobrevivir en medio de un sinnúmero de circunstancias terribles a un grupo de seis personas. Esta mujer, la única que evidencia sentimientos solidarios es llevada al asesinato por circunstancias extremas. La novela nos confronta así directamente con la forma en que nuestra naturaleza humana y nuestro corazón reaccionan frente a circunstancias que trascienden los límites.

Más allá de la ficción “Ensayo sobre la ceguera” retrata el individualismo característico de nuestra sociedad posmoderna. Al leer esta novela me estuve preguntando si en estos tiempos que nos ha tocado vivir, el individualismo no es también como una especie de ceguera colectiva que no nos permite ver más allá de nosotros mismos. Cuando cada cual busca su propio bienestar sin pensar en los demás. Cuando lo importante es la realización personal y vivir para sí mismo. Cuando las premisas que parecen regir la vida son: “Ámate a ti mismo” “Satisface tus propias necesidades”, “Busca tu realización personal”… todo esto sin preocuparnos si en el proceso atropellamos al otro.

La indiferencia frente a las necesidades de los demás y al estado de nuestra sociedad revela que cada vez nuestro corazón se adapta más a no mostrar interés o afecto por lo que los demás viven. Somos como ese sacerdote y ese levita que pasaron de largo sin auxiliar al hombre que había sido asaltado por ladrones en el camino, en la parábola del “Buen Samaritano” que narró Jesús. (Lucas 10:25-37)

Recuerdo con mucha tristeza una ocasión en que el bus en que viajábamos con mi esposo entró en una calle en sentido contrario y atropelló a una anciana. La pobre mujer estaba tirada en medio de la pista y nadie la auxiliaba. Mi esposo y yo intentamos parar varios autos y le ofrecíamos dinero para que llevaran a la anciana a un hospital, pero nadie quería comprometerse. Lo peor fue que al dar la vuelta veíamos descender del bus al resto de los pasajeros, todos reclamando el dinero del pasaje, preocupados por llegar a su destino, pidiendo enojados la devolución de “un sol”, sin importarles el estado de la anciana quien en esos momentos libraba una lucha entre la vida y la muerte por la imprudencia de un chofer, a quien no le importó transgredir las reglas de tránsito por llegar antes a su destino.

El mundo está lleno de personas que son ahora atropelladas y nadie las defiende. Las relaciones de poder que nuestra sociedad permite, las injusticias sociales, las relaciones familiares quebradas, las extremas condiciones de pobreza en la que viven la mayor parte de nuestra población frente a nuestra indiferencia, etc ¿no son evidencia del individualismo imperante?

Cristo definió a su iglesia principalmente como una comunidad. Como el espacio donde es posible la convivencia en armonía, equidad y justicia. Somos la comunidad del Rey y nuestro testimonio de amor verdadero debiera dar evidencia de ello. Somos llamados a impactar y transformar la sociedad con un mensaje de unidad, somos llamados a servir, “porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45) Las palabras de Jesús y su ejemplo debieran ser nuestra consigna personal y colectiva. Somos un pueblo “salvado para servir”, no hay duda respecto al rol social de la iglesia: “porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10)

En este siglo XXI, Jesús sigue llamándonos a “Amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos”. (Lucas 10:27) Cerraremos nuestros ojos, levantaremos nuestros hombros para preguntarle “¿Quién es mi prójimo?”. O estaremos dispuestos a darnos, a amar, a compartir, a defender, a levantar nuestra voz por el que sufre, a abrazar al pobre y abatido. Porque de lo que tenemos damos (Hechos 3:6) y aquello que hemos recibido por gracia debemos dar también por gracia (Mateo 10:8).

Únete al ejército de Cristo, combatamos juntos la indiferencia, hagamos presencia en la sociedad, abramos nuestros ojos y miremos más allá de nosotros mismos, más allá de nuestras fronteras eclesiales, porque allí está el mundo que necesita creer, sanarse y restaurarse. Es la mejor forma de combatir el individualismo que impera en esta época y demostrar que no estamos ciegos sino por el contrario nos alumbra la luz de Cristo.

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