Por: Patricia Adrianzén de Vergara
“Angustiado él y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció y no abrió su boca” (Isaías 53:7)
Era la fiesta de la pascua, había llegado su hora y el cordero de Dios era sacrificado. Luego de azotar su cuerpo lo arrastraron por las calles hasta llegar al monte calvario. Exhausto y sin fuerzas, terriblemente adolorido dejó que jalaran sus extremidades y las clavaran sobre la cruenta cruz. Su cuerpo herido, manaba sangre desde sus sienes…pero lejos de despertar la compasión en sus verdugos y en quienes lo condenaron a tan ignominiosa muerte, los insultos y las burlas lo azotaron también. Todo estaba profetizado…
“Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos” (Isaías 53:3)
Usualmente el desprecio genera más desprecio, la ira más ira y la venganza, venganza. Pero él no anida estos sentimientos en su corazón. Tal vez esperaron que de sus labios brotaran palabras de ira, de condena, maldiciones, respuestas a los insultos, pero sólo fluye una breve oración:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lc 23:34
La pureza de su alma se revela en el momento más dramático, cuando su cuerpo suspendido entre el cielo y la tierra carga con el castigo de toda la humanidad.
Él herido y humillado clamaba por perdón. No pedía por sí mismo sino por aquellos que causaban su dolor, por los aniquiladores del cuerpo y del alma, por los ciegos que osaban guiar a otros ciegos, por los pecadores y crueles, por los viles, por cada uno de nosotros.
“Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores”. (Isaías 53:12)
Crucificado entre dos ladrones, como decía la Escritura “fue contado entre los pecadores”. Pero él no considera su ignominia, aún cuando alguien más se atreve a provocarle, alguien que sufre colgado desde la otra cruz. Mientas otro profundamente impactado por esa oración de amor lo defiende y le suplica que se acuerde de él cuando esté en su reino.
“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Lc 23:43
Otra respuesta sorprendente. ¿Cómo es que aquel que delinquió puede acceder al reino de los cielos? Sus palabras revelan el misterio de la gracia. Por aquél también es que él estaba pagando un alto precio y su arrepentimiento y su fe eran las únicas llaves de la puerta de la salvación…Creer y clamar…creer y pedir…porque el que busca halla y a quien llama se le abrirá. Su compañero de suplicio sería el primer fruto de su dolor.
“Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos” . (Isaìas 53:11)
Porque como lo anunciara Juan el Bautista: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”… Su madre lo supo desde siempre, le fue anunciada su misión para con este mundo desde el principio, aún su nombre revelaba el propósito por el cual se hizo hombre: “Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Pero ¡qué dolorosa había sido la forma de reconciliar al mundo con Dios! El dolor ha minado su alma, no se separa del hijo y siente que con su vida se va también la de ella. De pronto recuerda que ese momento también le fue profetizado cuando él era un bebé:
“y los bendijo Simeón Y dijo a su madre María: he aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones”. (Lc 2:34-35)
Y ciertamente una espada entonces traspasaba su alma, un dolor agudo que parecía terminar con su vida. Jesús lo entiende así, sólo él conoce el corazón humano, sabe que su madre sufre y provee para ella también un tierno consuelo, porque la amistad y el amor filial fueron frutos que también supo cultivar en esta vida:
Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer: he ahí tu hijo.
Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. (Jn 19: 26-27)
El cáliz amargo está a punto de ser sorbido por completo, las horas pasan y las fuerzas se agotan, la sangre fluye a raudales, las energías sucumben, el dolor y el desgarro interior de su carne, sus músculos, sus tendones han hecho que experimente lo inimaginable. Su cuerpo se deshidrata y pide de beber. Lejano está el recuerdo de aquella ocasión junto al pozo de Samaria cuando le pidió lo mismo a una mujer para saciar luego la sed espiritual de ella. Ahora vuelve a tener sed, su humanidad pide a gritos un poco de agua que refresque sus labios. Le dan vinagre en vez de agua y nadie advierte aún que en este acto también se cumple la Escritura:
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed. (Jn 19:28)
Hay dolores que trascienden el cuerpo, la soledad honda y profunda lo circunda y lo envuelve en el momento en que el Padre santo se aleja. El cordero carga sobre sí todo el pecado de la humanidad y la santidad del Padre no resiste. Él que desde la eternidad fue uno con el Padre siente que éste se aleja y experimenta la separación y el dolor emocional más profundo.
Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Mt 27:46.
Sabe entonces que el final se aproxima. No puede durar más aquel tormento. La justicia de Dios ha sido satisfecha y su cuerpo cargó el pecado de la humanidad. Por nosotros fue castigado:
“Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. (Isaías 53:5)
Este es el misterio de la cruz. Un hombre justo entregando voluntariamente su vida por los injustos. Un hombre plenamente conciente de su misión, humillándose a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte:
Cuando Jesús hubo tomado el vinagre dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu. (Jn 19:30)
Vuelve a los brazos del Padre, vuelve a compartir su gloria. Y Dios le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda odilla de los que están en los cielos y en la tierra y toda lengua confiese que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre. Sus últimas palabras nos revelan esa comunión que tenía con el Padre y que con su muerte conquistó para nosotros:
Entonces Jesús clamando a gran voz dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Lc 23:46)
¿Por qué sucede entonces que el misterio de la cruz suele ser incomprendido? ¿Por qué hombres y mujeres pasamos de largo sin escuchar su llamado? ¿Por qué otros blasfeman y lo ofenden? ¿Por qué menospreciamos con tanta facilidad su gracia y su perdón?
Entender las palabras de la cruz y las profecías que se cumplieron durante su vida y en el momento de su muerte debería llevarnos no solamente a una reflexión profunda sino a dar una respuesta. No podemos permanecer indiferentes frente al acto de amor más real y auténtico de la humanidad.” Porque nadie tiene mayor amor que éste, dijo Jesús, que uno que da la vida por sus amigos”. (Juan 15:13)
Las profecías y las palabras de la cruz confirman el propósito de su muerte: la salvación de la humanidad. Tú salvación y la mía. Cuando mires a la cruz en esta semana santa, acepta esa gracia derramada de su sacrificio hacia tu vida, porque:
“He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”… Ahora resucitado, sentado a la diestra de Dios Padre, esperando por ti.
Que Dios te bendiga.
0 comentarios:
Publicar un comentario